CONOCIENDO LA APOSTASÍA
Por: Dr. Félix Muñoz
Llegamos ahora al centro de la advertencia contra la apostasía. Se aplica a una clase de personas a las que es imposible restaurar al arrepentimiento. Aparentemente, estas personas se habían arrepentido en el pasado (aunque no se hace mención de ninguna fe en Cristo). Ahora se dice con claridad que es imposible un arrepentimiento renovado. ¿Quiénes son estas personas? La respuesta se da en los vv. 4 y 5. Al examinar los grandes privilegios de que gozaron, se debería observar que todas esas cosas podrían ser ciertas de los inconversos. Nunca se dice con claridad que hayan nacido de nuevo.
Tampoco se hace mención alguna de temas esenciales como una fe salvadora, redención por Su sangre o la vida eterna. Fueron iluminados. Habían oído el evangelio de la gracia de Dios. No estaban a oscuras acerca del camino de la salvación. Judas Iscariote había sido iluminado, pero rechazó la luz. Gustaron del don celestial. El Señor Jesús es el Don celestial. Habían gustado de Él, pero nunca lo recibieron con un acto definido de fe. Es posible gustar sin comer ni beber. Cuando los hombres ofrecieron vino mezclado con hiel a Jesús en la cruz, lo gustó, pero no quiso beberlo (Mt. 27:34). No hay suficiente con gustar de Cristo. Si no comemos la carne del Hijo del Hombre y bebemos Su sangre, esto es, a no ser que verdaderamente lo recibamos como Señor y Salvador, no tenemos vida en nosotros (Jn. 6:53).
Habían sido hechos partícipes del Espíritu Santo. Antes de saltar a la conclusión de que eso necesariamente implica la conversión, deberíamos recordar que el Espíritu Santo lleva a cabo una obra anterior a la conversión en las vidas de los hombres. Santifica a incrédulos (1 Co. 7:14), poniéndolos en una posición de privilegio externo. Convence a los pecadores de pecado, de justicia y de juicio (Jn. 16:8). Lleva a los hombres al arrepentimiento y señala a Cristo como la única esperanza que tienen. Los hombres pueden así participar de los beneficios del Espíritu Santo sin que habite en ellos.
También habían degustado la buena palabra de Dios. Al oír el evangelio predicado, habían sido extrañamente movidos y atraídos a él. Eran como la semilla caída en tierra pedregosa; oyeron la palabra y la recibieron en el acto con gozo, pero no tenían raíz en sí mismos. Persistieron por un poco, pero cuando se suscitó la tribulación o persecución a causa de la palabra, pronto se apartaron (Mt. 13:20, 21).
Habían gustado de los poderes del siglo venidero. Aquí poderes significa «milagros». El siglo venidero es la Edad Milenial, la era venidera de paz y prosperidad, en la que Cristo reinará sobre la tierra durante mil años. Los milagros que acompañaron a la predicación del evangelio en los primeros días de la iglesia (He. 2:4) fueron un paladeo de las señales y maravillas que tendrán lugar en el reino de Cristo. Estas personas habían sido testigos de esos milagros en el primer siglo; de hecho, puede que hubiesen participado en
ellos. Tomemos como ejemplo los milagros de los panes y de los peces.
Después de haber Jesús alimentado a los cinco mil, la gente le siguió al otro lado del mar. El Salvador se dio cuenta de que aunque habían paladeado un milagro, no creían de verdad en Él. Y les dijo: «De cierto, de cierto os digo que me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque comisteis de los panes y os saciasteis» (Jn. 6:26).
Y recayeron, después de haber gozado de los privilegios acabados de relacionar; es imposible que sean renovados para arrepentimiento. Cometieron el pecado de apostasía. Han llegado al lugar donde las luces se apagan de camino al infierno. La enorme culpa de los apóstatas se indica en las palabras crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndole a pública ignominia (v. 6b). Esto significa un rechazo deliberado y malicioso de Cristo, no sólo un negligente descuido de Él. Indica una positiva traición, unirse a las fuerzas hostiles a Él, y lanzar ridículo contra Su Persona y su obra.
Los apóstatas son personas que oyen el evangelio, hacen una profesión de ser
cristianos, se identifican con la iglesia cristiana y luego abandonan su profesión de fe, repudian a Cristo de manera decisiva, abandonan la comunión cristiana y toman su puesto con los enemigos del Señor Jesucristo. La apostasía es un pecado que pueden cometer sólo los incrédulos, no por los que son engañados, sino por los que a sabiendas, voluntariosamente y de modo malicioso se revuelven contra el Señor.
No se debería confundir con el pecado del incrédulo normal que escucha el evangelio pero que no hace nada acerca de ello. Por ejemplo, un hombre puede dejar de responder a Cristo después de repetidas invitaciones del Espíritu Santo. Pero no es un apóstata. Puede aún ser salvo si se encomienda al Salvador. Naturalmente, si muere en incredulidad, está perdido para siempre, pero no pierde la posibilidad en tanto que pueda poner su fe en el Señor.
La apostasía no debería confundirse con la recaída espiritual. Un verdadero creyente puede apartarse mucho de Cristo. Por el pecado se quebranta su comunión con Dios. Puede incluso llegar al punto en que ya no es más reconocido como cristiano. Pero puede ser restaurado a una plena comunión en cuanto confiesa y abandona su pecado (1 Jn. 1:9).
La apostasía no es lo mismo que el pecado imperdonable citado en los Evangelios. Aquello fue el pecado de atribuir los milagros del Señor Jesús al príncipe de los demonios. Sus milagros fueron realmente llevados a cabo por el poder del Espíritu Santo. Atribuirlos al diablo era lo mismo que blasfemar contra el Espíritu Santo. Implicaba que el Espíritu Santo era el diablo. Jesús dijo que un pecado así no podía ser perdonado, ni en aquel siglo ni en el venidero (Mr 3:22–30). La apostasía es similar a la blasfemia contra el Espíritu Santo en que es un pecado eterno, pero aquí acaba la semejanza.
Creo que la apostasía es lo mismo que el pecado de muerte, mencionado en 1 Juan 5:16b. Juan estaba escribiendo acerca de personas que habían profesado ser creyentes y que habían participado en las actividades de las iglesias locales. Habían absorbido la falsa enseñanza de los gnósticos y habían dejado la comunión cristiana con hostilidad. Su apartamiento deliberado indicaba que en verdad nunca habían nacido de nuevo (1 Jn. 2:19). Al negar abiertamente que Jesús es el Cristo (1 Jn. 2:22), habían cometido pecado para muerte, y era inútil orar por su restauración (1 Jn. 5:16b).
Algunos fervientes cristianos se angustian cuando leen Hebreos 6 y pasajes similares. Satanás emplea de manera especial estos versículos para sacudir a creyentes que tienen dificultades físicas, mentales o emocionales. Temen entonces que han caído de Cristo y que no tienen esperanza de restauración. Se angustian pensando que han llegado más allá del punto de la redención. ¡El hecho de que tengan preocupación acerca de ello es evidencia concluyente de que no son apóstatas! Un apóstata no tendría ningún temor así; repudiaría a Cristo de manera insolente.
Si el pecado de apostasía no se aplica a creyentes, ¿a quiénes se aplica en nuestros días? Se aplica, por ejemplo, a un joven que haga profesión de fe en Cristo y que parece que anda de manera espléndida durante un tiempo, pero que luego algo sucede en su vida. Quizá experimenta una acerba persecución. Quizá cae en pecado de inmoralidad. Quizá se va a la universidad y es sacudido por los argumentos anticristianos de los profesores ateos. Con pleno conocimiento de la verdad, se aparta deliberadamente de ella. Renuncia plenamente a Cristo y de manera virulenta pisotea todas las doctrinas sagradas y fundamentales de la fe cristiana. La Biblia dice que es imposible restaurar a tal persona al arrepentimiento, y la experiencia corrobora a la Biblia. Hemos conocido a muchos que han apostatado de Cristo, pero nunca hemos conocido a uno de ellos que volviese a Él.
Al aproximarnos al final de esta edad, podemos esperar una marea creciente de apostasía (2 Ts. 2:3; 1 Ti. 4:1). Por ello, la advertencia en contra de este apartamiento se hace más pertinente con cada día que transcurre.
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