La mayoría de los estudiosos que escriben sobre el mundo antiguo se sienten obligados a advertir a sus lectores que nuestro conocimiento puede ser, en el mejor de los casos, parcial y que la certeza raramente se alcanza. Un libro acerca de un judío del siglo I, que vivió en una región bastante insignificante del imperio romano, debe llevar tal advertencia a modo de prólogo. Sabemos de Jesús por libros escritos pocas décadas después de su muerte, probablemente elaborados por personas que no se contaron entre sus seguidores mientras él vivió. Lo citaron en griego, que no era su primera lengua, y, en cualquier caso, las diferencias entre nuestras fuentes demuestran que sus palabras y obras no fueron conservadas perfectamente.
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