10 razones por las que el racismo es ofensivo a Dios
Por: Kevin DeYoung
El racismo es un problema latente en cada una de nuestras naciones latinoamericanas. A lo largo de los países de nuestra región se hace evidente de diferentes maneras. En algunas regiones, la discriminación se hace en base a un estatus económico; en otras se discrimina alguna etnia indígena; aun en otras se hace esta distinción en base al color de su piel. El racismo, manifestado de una manera u otra, es un asunto de suma importancia el cual debemos considerar a la luz de la Palabra de Dios. Este artículo por Kevin DeYoung nos ayuda a pensar de una manera bíblica sobre este tema.
He crecido toda mi vida oyendo que el racismo estaba mal, que “los prejuicios, la discriminación, o antagonismo dirigidos contra alguien de una raza diferente, basado en la creencia de que la propia raza es superior” (para usar una de las primeras definiciones que aparecieron en mi teléfono) son pecaminosos. Lo he escuchado de mis padres, de mi escuela, de mi iglesia, de mi universidad, y de mi seminario. La gran mayoría de los estadounidenses saben que el racismo está mal. Es una de las pocas cosas en la que casi todo el mundo está de acuerdo. Y sin embargo, me pregunto si hemos (¿yo mismo?) dedicado tiempo a considerar el porqué está mal. Podemos fácilmente decir cosas como “Detesto el racismo”, pero tal vez solo estamos buscando superioridad moral, o que nos den palmaditas en la espalda, o ganar amigos e influir sobre las personas, o para demostrar que no somos como esas personas, o tal vez solo estamos diciendo lo que siempre hemos escuchado que todo el mundo dice. Como cristianos, debemos pensar y sentir profundamente no solo el qué de la Biblia, sino el porqué.
Si el racismo es tan malo, ¿por qué es tan malo?
Aquí hay diez razones bíblicas por qué el racismo es un pecado y ofensivo a Dios.
1. Todos somos creados a imagen de Dios (Gn. 1:27). La mayoría de los cristianos saben esto y lo creen, pero las implicaciones son más asombrosas de lo que podríamos imaginar. El racismo no es solo malo: es deshumanizante. Trata de robar a los demás de su estado exaltado como portadores de la imagen divina. Trata de hacerlos no diferentes a los animales. Pero, por supuesto, como un hombre blanco, yo no soy más como Dios en mi ser, ni soy más capaz de adorar, ni soy hecho con un propósito divino mayor, ni poseo más valor y no merezco más dignidad que cualquier otro ser humano de cualquier otro género, color u origen étnico. Somos más parecidos de lo que somos diferentes.
2. Todos somos pecadores corrompidos por la caída (Ro. 3:10-20; Ro. 5:12-21). Todo el mundo hecho a imagen de Dios también ha tenido esa imagen manchada y desfigurada por el pecado original. Nuestra antropología es tan idéntica como nuestra ontología. La misma imagen, el mismo problema. Somos más parecidos de lo que somos diferentes.
3. Todos somos, si somos creyentes en Jesús, uno en Cristo (Ga. 3:28). Vemos en el resto del Nuevo Testamento que la justificación por la fe no erradica nuestro género, nuestra vocación, o nuestra etnia, pero relativiza todas estas cosas. Nuestra primera y más importante identidad no es hombre o mujer, americano o ruso, negro o blanco, hables español o hables francés, rico o pobre, influyente o sencillo, sino cristiana. Somos más parecidos de lo que somos diferentes.
4. La separación de los pueblos fue una maldición de Babel (Gn. 11: 7-9); el acercamiento de los pueblos fue un regalo de Pentecostés (Hch. 2: 5-11). La realidad de Pentecostés puede no ser posible en todas las comunidades, pero si nuestra inclinación es avanzar en la dirección del castigo de Génesis 11 en lugar de la bendición de Hechos 2, algo está mal.
5. La parcialidad es un pecado (Stg. 2:1). Cuando tratamos a la gente injustamente, cuando asumimos lo peor de las personas y de los pueblos, cuando favorecemos un grupo sobre otro, no reflejamos al Dios de la justicia ni honramos a Cristo, quien vino a salvar a todos los hombres.
6. El amor verdadero ama como esperamos ser amados (Mt. 22:39-40). Nadie puede decir con honestidad que el racismo trata a nuestro prójimo como nos gustaría ser tratados.
7. Todo el que odia a su hermano es un asesino (1 Jn. 3:15). Lamentablemente, podemos odiar sin darnos cuenta de que odiamos. El odio no siempre se manifiesta como ira implacable, y no siempre, o por causa de la misericordia de Dios que restringe, se traduce en asesinato físico. Pero el odio es asesinato del corazón, porque el odio mira a otra persona o algún otro grupo y piensa: “Me gustaría que no estuviera alrededor. Tú eres lo que está mal en este mundo, y el mundo sería mejor sin gente como tú”. Eso es odio, que suena bastante parecido al asesinato.
8. El amor se regocija en la verdad y busca lo mejor (1 Cor. 13:4-7). No puedes creer todas las cosas y soportar todas las cosas cuando asumes lo peor de la gente y vives tu vida alimentada por prejuicios, convicciones equivocadas, y animosidad.
9. Cristo vino a derribar los muros entre los pueblos, no a edificarlos (Ef. 2:14). Esta no es una promesa empalagosa de que todo el mundo haga a un lado la doctrina y se lleve bien por amor de Jesús. Efesios 2 y 3 tratan de algo mucho más profundo, mucho más glorioso, y mucho más cruciforme. Si nosotros, quienes hemos sido hechos a la misma imagen, nacidos en el mundo con el mismo problema, encontramos la misma redención a través de la misma fe en el mismo Señor, ¿cómo no acercarnos a los demás como miembros de la misma familia?
10. El cielo no tiene lugar para el racismo (Ap. 5: 9-10; 7: 9-12; 22: 1-5). Pobres de nosotros si nuestra visión de la buena vida aquí en la tierra va a ser completamente deshecha por la realidad del los cielo nuevo y la tierra nueva por venir. El antagonismo hacia las personas de otro color, idioma u origen étnico es antagonismo hacia Dios mismo y Su diseño para la eternidad.
Los cristianos deben rechazar el racismo, hacer lo que puedan para exponerlo, y traer el evangelio a esta situación, no porque nos encanten las palmaditas en la espalda, por nuestra indignación moral, o porque estamos desesperados por restaurar la autoridad moral, sino porque amamos a Dios y nos sometemos a la autoridad de Su Palabra.
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