ROSTRO, MANOS Y PIES
Por: Samuel Vila
«Haga resplandecer Jehová su rostro sobre ti» (Núm. 6:25)
Un hermano que vive entre incrédulos y críticos, no sabe qué contestar cuando le dicen que «el Dios de la Biblia es un judío de rostro barbudo, ojos, pies y manos, como el que vive enfrente de casa, y dotado de las mismas pasiones que éste». No es posible, le dicen, que fuesen inspirados por el Dios invisible y eterno los que le representan así.
Prescindiendo de la chacota blasfema de tales enemigos, admitiremos que la Biblia, especialmente en su lenguaje poético, representa a Dios con rostro resplandeciente y con ojos, manos y pies. Pero negamos rotundamente que éste sea el Dios de la Biblia. No lo es, porque el Dios que nos presentan las Escrituras es el Dios Infinito, Eterno, Omnipotente, Omniciente, Espíritu Santo, Luz, Amor, Justicia, etc. Un Dios como nunca han concebido ni conocido los filósofos y pensadores más sabios, sin la Revelación divina, por la sola luz natural y sin la inspiración divina y directa de Dios. ¿Por qué, pues, nos lo representan los escritores de la Biblia a veces como persona dotada de rostro, pies y manos? La contestación es muy sencilla, la razón de ello es más sabia y científica de lo que se imaginan los criticones maliciosos.
El sabio profesor Tyndall, por ejemplo, insistía en que sus colaboradores científicos aprendieran la importancia de hacer palpable lo invisible, porque tan sólo de este modo, dice, «podemos concebir lo invisible cual agente que existe y opera sobre lo visible». Así que, en realidad, los primeros científicos del mundo entero, han visto necesario adoptar el estilo bíblico para popularizar las ciencias abstractas. Y aun los mismos criticones, acaso sin pensarlo, se valen del mismo método bíblico. Así, por ejemplo, el famoso incrédulo Ingersoll, habla de «saetas lanzadas de la aljaba del sol» y Renán de la «sonrisa paternal que brilla a través de la faz de la Naturaleza».
Cuánta ira despertaríamos en los incrédulos si hiciéramos como ellos, burlándonos de su querido Renán, Ingersoll y compañía, diciendo que Renán creía que la Naturaleza era un hombre con rostro paternal que sonríe, y que Ingersoll era un imbécil que creía que el sol es un guerrero que recorre el espacio lanzando saetas de su aljaba. Pero los criticones saben, y nosotros también, que los incrédulos mencionados no creían en tal disparate y sabemos todos perfectamente bien que usaban tal lenguaje, figurado y poético, para presentar, de un modo palpable a sus lectores, sus ideas respecto a cosas invisibles. Ahora bien, críticos; ¿por qué no acordar a los escritores bíblicos los mismos derechos que a vuestros maestros incrédulos? No os acusamos de ignorantes; os acusamos de maliciosos. Toda persona algo versada en estos asuntos, sabe bien que la Biblia no fue escrita para servir sólo de libro de texto en las aulas de los centros docentes, sino también en la casa de humildes obreros que durante siglos no tuvieron acceso a los colegios universitarios de su tiempo; sin embargo, estos hombres y mujeres sencillos necesitaban poder pensar en Dios, y era necesario hablarles por medio de figuras, y esto es exactamente lo que hace la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento; pero cuando el apóstol Pablo tuvo que hacer un discurso a un grupo de filósofos en el famoso aerópago de Atenas, lo hizo en un lenguaje adecuado a su ciencia. Además, sabemos que la Biblia es inspirada porque anticipándose en muchos siglos a las ciencias actuales contiene pasajes y conceptos que no estaban al alcance de los hombres del tiempo en que fueron escritos.
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